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Nihilismo climático: la pérdida de biodiversidad y el sinsentido de la vida

Diego Calderón


Cambio climático
Imágenes por Fernanda Muraira

Los esfuerzos por querer negar el deplorable estado de nuestro planeta son cada vez más difíciles de realizar. Frente al deseo de mantener la devastación de nuestro medio ambiente en un segundo plano, como si se tratara de un pensamiento intrusivo que hay que combatir, la realidad se impone ante nosotros demandando ser vista. El abrumante calor en pleno invierno, la irritación de las vías respiratorias por la mala calidad del aire y la aparición de plagas antes no vistas, nos fuerzan a reconocer que estamos en serios problemas.


No existe una única manera de lidiar con el duelo que implica vivir en una extinción masiva; sin embargo, una de las respuestas más comunes y que cada vez adquiere más inercia es la «ansiedad climática», también conocida cómo «eco-ansiedad». Las personas que lo padecen suelen experimentar un profundo miedo y agitación puesto que el futuro les llega a parecer como un lugar hostil e inhóspito. 


El hecho de que la ansiedad sea una de las reacciones más frecuentes se debe a la naturaleza misma de la crisis ambiental, a decir, que es fundamentalmente incierta. En otras palabras, en el corazón de nuestras preocupaciones late un profundo desconocimiento acerca del destino de la Tierra. ¿Qué implica que el ártico desaparezca? ¿Cómo se verán nuestras ciudades en dos décadas? ¿Qué significa que el clima cambie? La especulación alimenta al pánico y este, a su vez, llega a paralizarnos por entero. 


Desde sus inicios, la lucha en contra del cambio climático tuvo que lidiar, en cierto sentido, con la idea de una distopía borrosa; como si fuese una premonición codificada y nosotros no tuviéramos las herramientas para descifrarla por completo. Ahora que los efectos del calentamiento global se hacen patentes, podemos tener un concepto mucho más claro de lo que significan estos cambios planetarios. Por la manera en la que se va desarrollando la historia de la crisis civilizatoria podemos decir con relativa seguridad que el cambio climático es, ante todo, un problema de desertificación. 


Lo anterior lo sabemos por los eventos que han asaltado nuestro presente. Las sequías en México se han agravado a tal punto que se estima que el sistema Cutzamala llegue al día cero el 26 de junio de 2024. La CONAGUA  advirtió en su reporte del 15 de mayo que el 70.76% del territorio sufre algún grado de sequía. Por lo menos catorce de los estados de la república sufren de sequía extrema. Como consecuencia de esto, el territorio nacional experimentará tanto una ampliación e intensificación de sus desiertos, como una posible aparición de nuevas áreas desérticas. 


Monitor de Sequía 1a Quincena de Mayo del 2024


Tal es el caso, por ejemplo, de los ejidos «Los Torres» y «El Salitre» en Guanajuato, los cuales ya eran zonas áridas. No obstante, a causa de la poca disponibilidad de agua se ha generado un deterioro del ecosistema natural, desatando una desertificación del mismo desierto. Esto significa que la poca vegetación y fauna que se podía encontrar en estos ejidos está desapareciendo, dejando al territorio como un genuino no man 's land. 


Lo mismo sucede con la alza de los incendios. A inicios de abril la CONAFOR registró 69 incendios forestales activos que afectan 11 mil 882 hectáreas del territorio nacional. Pero, el problema no se contiene en México, sino que tiene alcances internacionales. No olvidemos que el año pasado perdimos 18.5 millones de hectáreas de bosques boreales canadienses, lo cual equivale aproximadamente a la extensión de Florida. Todo ese territorio es ahora desértico: la biodiversidad que en algún momento abundó en esas zonas se ha perdido, y recuperarla tardaría milenios. 


Es posible citar aún más ejemplos. La desertificación se manifiesta de múltiples formas: desde el blanqueamiento de los arrecifes de coral hasta el abandono de ciudades. Sobre todo tenemos que tener claro que la desertificación no es otra cosa más que la homogeneización del espacio. Los desiertos destacan por la austeridad de elementos: por kilómetros a la redonda se presenta el mismo paisaje con nulos o insignificantes cambios. Entre más heterogeneidad persista en un territorio, menos tentados estamos a llamarlo como «desértico». Por esta razón, el ártico es considerado como un desierto, mientras que ciudades diversas como NYC y la CDMX se han ganado el título de «junglas de concreto». 


Los desiertos son inhóspitos y amenazan a la vida desde distintos frentes. Por la misma homogeneización del espacio, es muy posible que nos enfrentemos a crisis alimentarias, fuerte estrés hídrico y asfixiantes olas de calor. Sin embargo, los retos que involucran la pérdida de diversidad de nuestro mundo no se limitan a ámbitos plenamente materiales. Desafortunadamente, los desiertos son lugares idóneos para otro tipo de obstáculo, a decir, las crisis existenciales. 


Cambio Climático
Imágenes por Fernanda Muraira

En Lo Sagrado y lo Profano, el célebre autor rumano Mircea Eliade denuncia que el creciente ateísmo de Occidente está acompañado por una desacralización del mundo. Lo anterior se debe a que se tiene una experiencia profana de la realidad, la cual consiste en lo siguiente:  


«[...] el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa. El espacio geométrico puede ser señalado y delimitado en cualquier dirección posible, mas ninguna diferenciación cualitativa, ninguna orientación es dada por su propia estructura.» (Eliade, n.d., p.12)  

Por esto mismo, se llega a experimentar un cierto vacío existencial: todos los lugares se nos presentan igual. No hay una genuina diferencia entre una catedral y un Walmart. Si en algo se distinguen es en su estética, pero ontológicamente son iguales. 


La experiencia religiosa tiene una consideración contraria: se experimenta el espacio de forma heterogénea; esto es, hay una fractura en el continuo espacial. Hay lugares que son esencialmente distintos. Para el autor,  «Es la ruptura operada en el espacio lo que permite la constitución del mundo, pues es dicha ruptura lo que descubre el “punto fijo”, el eje central de toda orientación futura.» (Eliade, p.12) De esta manera, las personas religiosas evitan el nihilismo en tanto que se ven infundadas de dirección. Incluso en los momentos de mayor tribulación hay algo a qué apuntar, un camino a seguir. 


La idea de Eliade es sencilla: en un espacio en donde se nos aparece todo como igual, en donde no podemos tener un punto de referencia, nos resulta imposible orientarnos y en consecuencia tener sentido. Solo en lugares que tienen claros diferenciadores es posible ubicarse y con ello obtener dirección. Así, por ejemplo, para poder navegar los mares resulta fútil escrutar el vasto horizonte de agua salada. Un marinero sabe que para evitar extraviarse en el océano, es preciso levantar la mirada hacia el cielo, pues solo las estrellas logran distinguirse del implacable desierto de olas. 


La desertificación del planeta es precisamente la desaparición de los diferenciadores que nos infunden sentido. No se trata ya de un idealismo que agrega al mundo una dimensión metafísica que distingue o iguala espacios. El cambio climático arrasa con toda diversidad a tal punto que la homogeneización del espacio se torna en una cuestión actual: arriesgamos vivir en un mundo donde literalmente no hay diferencia porque lo ha secuestrado un único “ecosistema”. 


De esta manera, el nihilismo se vuelve un enemigo que surge naturalmente de nuestro entorno. Si nuestros bosques, selvas y mares devienen terrenos baldíos, pronto nos hallaremos a nosotros mismos en la misma posición que Antoine de Saint-Exupéry en el Sahara; con la gran diferencia de carecer de un principito que nos apacigüe. En efecto, estando en un lugar como ese, no es difícil ver la facilidad con la que uno puede extraviarse, porque el mundo no tiene sentido y, en consecuencia, uno puede abandonarse a la desesperación y agonía. 


Esta no es la primera vez que se presagia una crisis existencial masiva. Si le hacemos caso a Kant, hay tres ideas regulativas de la razón, a decir, «Dios», «mundo» y «alma». En el siglo XIX Nietzsche anunció la muerte de la primera y con ello, las profundas problemáticas que asaltarían a la humanidad. Sin el sentido que procura Dios, nuestras vidas perderían ejes fundamentales en las que se han erigido: la moral, la trascendencia, la Verdad y la vida posthuma se ponen en genuino riesgo. La desdicha asalta y el abismo mira de regreso. 


Sin embargo, frente a esta amenaza el autor nos urge a potencializar las otras dos. En este sentido, en Así habló Zaratustra, nos pide un «regreso a la Tierra» ––a la inmanencia–– y con ello respaldarnos en la idea de «mundo». Asimismo, en conjunto con el repliegue a la mundanidad, este autor insiste en convertirnos en «superhombres» de forma tal que nosotros mismos seamos los creadores de sentido. Si bien Nietzsche criticó  la idea de «alma» por la carga metafísica que conlleva, es seguro decir que el übermensch, en cierto grado, se apoya en ella por tener como fundamento el principio de identidad. 


No habrá que sorprenderse si alguno de estos días el loco de la Gaya Ciencia regresa… pero con una nueva consigna: «El mundo ha muerto y nosotros lo hemos matado». Precisamente estamos frente al fin de esta idea regulativa porque pierde, por medio de la homogeneización del espacio, su capacidad para dar sentido. El mundo se torna esteril y tanto materialmente como afectivamente tiene poco que entregarnos. 


Sería importante cuestionarnos qué elementos de nuestra vida se ven en peligro de extinción a causa de la pérdida del mundo. Junto con los ecosistemas del planeta, también perderemos universos valorativos. La anticipación de estas crisis pueden ser decisivas en el momento que la amarga sombra del nihilismo caiga sobre nosotros. 


Por último, queda preguntarnos por la manera en que vamos a enfrentar la muerte del mundo. ¿Nos abandonaremos resueltamente al nihilismo y experimentaremos una pandemia de suicidios? ¿Regresará Dios de la ultratumba y con ello depositaremos nuestros anhelos en un más allá? O, en tanto que solo nos quedará una idea regulativa, ¿acaso nos replegaremos aún más en nosotros mismos, en nuestra identidad e interior, para hacer frente a la inhospitalidad del mundo externo? Frente a los desiertos que nos asaltan, posiblemente hagamos de la interioridad un refugio existencial, pero con ello arriesgamos adentrarnos tanto en nuestras profundidades que nos sea imposible salir al exterior.  





Referencias

Eliade, M. (n.d.). Lo sagrado y lo profano. Libros Tauro.


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