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Domesticación de felinos: ¿altruismo o crueldad?

Inés Pastor


“Ideology isn’t just in your head. (...) It’s in the way some things appear “natural” (Morton, 2010, p. 1)


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En una que otra instancia de mi vida, me he llegado a sentir como la loca de los gatos. No porque tenga ocho en casa (en realidad sólo una y es dueña de mi corazón), sino porque cada vez que veo gatos callejeros, especialmente en la Ciudad de México, siento una profunda preocupación por sus vidas. Este sentimiento me ha llegado a inundar a tal grado que algunas personas a mi alrededor no acaban de entender por qué lo vivo de esta manera, en vez de sólo dejarlos en su hábitat natural. 

Aquí, podemos identificar dos posturas: primero, la preocupación por los peligros que enfrentan estos animales, que se acompaña por el deseo de introducirlos a un hogar humano y domesticarlos. Por otro lado, la postura que afirma que los gatos deberían permanecer en la calle, debido a que es su hábitat natural y que es un acto de crueldad privarlos de ello. Ante esto, nos es posible preguntarnos por los límites que hemos establecido entre aquello que denominamos naturaleza y aquello otro que denominamos humanidad. ¿Tienen que, necesariamente, conceptualizarse por separado? ¿Qué pasaría si replanteamos estos límites y en vez pensamos en términos de coexistencia? 

Solamente en la Ciudad de México, se estima que hay casi 50,000 gatos que viven en las calles (Diario AS México, 2021). Como consecuencia, existen múltiples asociaciones, proyectos y labores individuales que trabajan para conseguirles un hogar. Esta postura surge de la idea que la calle es un lugar inseguro para estos animales: hay personas crueles, automóviles rápidos e incluso otros animales depredadores. Este proceso de domesticación, en muchos casos, es aplaudido como una labor de salvación, donde el humano pretende ser el salvador. Sin embargo, hay quienes creen que es mejor que los gatos permanezcan en las calles, en su naturaleza. 

Evidentemente, es un debate controversial y moralizante, pero que, además, tiene en el fondo una consideración por los límites entre lo natural y lo humano. La disputa, en este caso, surge de la confusión en torno a este mismo límite. Imaginando a la Ciudad de México, ¿dónde comienza la naturaleza a la que, según algunas personas, pertenecen los gatos? ¿Dónde acaba? ¿Los gatos dejan de vivir una vida natural cuando son domesticados? Si queremos de alguna manera beneficiar las vidas de estos animales, ¿cuál es la mejor manera de hacerlo? 

Hablar de la diferencia entre la naturaleza y los humanos es un tema que, si queremos hacerlo de manera específica, resulta confuso. Sin embargo, en varias instancias parece que sabemos exactamente lo que significa que algo sea natural. Pensemos, por ejemplo, en la idea de un maquillaje natural o en las áreas naturales protegidas. Son dos cosas muy distintas, pero que comparten esta suposición de naturalidad, y que insinúan esta otra cosa que no es natural. Pareciera que la naturaleza existe de manera separada, como algo “extranjero y alienado” (Morton, p. 5). 

Esta concepción de la naturaleza como algo limitado y controlable nos ha llevado a establecer una relación similar a la que tenemos con la propiedad privada: ponemos a la naturaleza como algo que se posee. Pero, a diferencia de la posesión de una casa, la naturaleza no tiene dueño (al menos no uno sólo), aunque parece que todos hemos intentado adueñarnos a nuestra manera. Esto implica, además, que la posesión de la naturaleza no tiene condiciones específicas, no existe un contrato que abarque la totalidad de nuestra relación con ella. 

Claro, existen ciertas regulaciones, como la penalización por cazar especies en peligro de extinción, pero no llegan a abarcar la totalidad de procesos que llevamos a cabo con la naturaleza. Además, no solamente se trata de establecer regulaciones, sino de re-pensar las ideas que tenemos acerca de ella, de problematizar los límites ontológicos que nos han llevado a pensarla como algo lejano, ajeno, y como algo que debería ser regulado.

Regresando al caso de los gatos callejeros, podemos preguntarnos, ¿cuál es su ambiente natural? ¿Son las calles, donde hay una variedad de entes humanos y no humanos? ¿O podría ser en la coexistencia con las personas? ¿O más bien su ambiente natural fue anterior a la domesticación, anterior a los humanos? En efecto, hay más de una vía para contestar a estas preguntas. Si afirmamos que su hábitat natural es en el exterior (fuera del hogar humano) habría que preguntarnos, de entrada, si realmente existe tal cosa como un hábitat natural para los gatos, considerando que son animales que han sido domesticados durante aproximadamente 10,000 años. 

De esta manera, la existencia de los gatos actuales incluso se podría pensar como una consecuencia directa de la actividad humana. ¿Esto sigue siendo natural para el hábitat de los gatos? Además, pensando en los gatos callejeros de la Ciudad de México, ¿qué no ellos habitan el mismo lugar que nosotros? Quizás no siempre los vemos, pero habitamos el mismo espacio. 

Ahora, refiriéndome a la postura que aboga por “rescatar” a los gatos de las calles para que en vez vivan en un hogar humano, también habría que preguntarnos algunas cosas. De entrada, me parece necesario problematizar esta idea de salvar a estos animales. ¿Podría ser esta actitud otro efecto de nuestro deseo de dominar y poseer a la naturaleza? Afirmar que sabemos cuál es el mejor destino para estos animales podría ser un acto autoritario que no se aleja de la idealización de la naturaleza. Es decir, podríamos pensar que la labor de atrapar y domesticar a un gato es también un efecto del deseo de controlar, limitar e incluso estetizar a la naturaleza. ¿Cómo podríamos nosotros realmente saber qué es lo más beneficioso para un gato? ¿Estamos intentando beneficiar a estos animales de la misma manera en la que beneficiamos a un ser humano?

Ahora, si nos planteamos suspender la división entre lo humano y lo natural, habría que pensar en términos de interconexión, de multiplicidad y de coexistencia, para poder pensar al mundo sin las ataduras conceptuales que nosotros mismos le hemos impuesto. Esta manera de pensar a la ecología nos permite aproximarnos a todos los entes vivos bajo el supuesto que siempre estamos conectados con otros entes - “animal, vegetal o mineral” (Morton, p. 7).

En el caso de la domesticación de los gatos, estas consideraciones nos permiten problematizar la noción de hábitat natural. Si consideramos la interconexión entre todos los entes, sería apropiado afirmar que no existe tal cosa como un hábitat natural para los gatos, de la misma manera que no existe un hábitat natural para los seres humanos, ni para ningún ente. Referirnos a un hábitat natural es la consecuencia de querer conceptualizar al planeta, de poner límites entre modos de existencia, cuando en realidad los gatos no existen con ninguna naturalidad que no tengamos los humanos. Los gatos no pertenecen a otro sistema o a otro ambiente, sino que comparten con nosotros y cohabitan con nosotros. Ellos también son afectados por los procesos de la actividad humana y están igualmente implicados en la ecología. 

Por lo tanto, referirnos al hábitat natural de los felinos no nos permite admitir que ellos viven en el mismo hábitat que nosotros y que su existencia no está separada de la nuestra. Como consecuencia, resulta más fructífero pensar en cómo podemos cohabitar con estos entes que viven de una manera diferente que nosotros, en vez de quedarnos con la idea de que su manera de existir es incompatible con la nuestra. 

Si desde un inicio admitimos que los gatos no viven de ninguna manera más natural que nosotros y que por ende no les corresponde vivir en un hábitat diferente al nuestro, sería posible plantear el debate acerca de su domesticación en otros términos. Por ejemplo, sería posible pensar en la domesticación de los gatos como un proceso de coexistencia, donde ambos el gato y el humano se adaptan para habitar el mismo espacio. Es un proceso que no deja de estar inscrito en la lógica de la apropiación humana de la naturaleza, pero que también intenta visualizar un modo de coexistir con otros entes. 

Al problematizar los límites que hemos impuesto entre lo natural y lo humano, nos es posible plantear a la existencia en otros términos, desde la idea de considerar al hábitat como algo que compartimos, algo que no empieza ni termina.




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