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El día que Spinoza me hizo llorar

Jimena Balcázar

La primera pregunta filosófica que me hice en la vida tenía que ver con los colores. Había algo de terrible, pero a la vez apasionante, en imaginar que la percepción de un mismo objeto era posiblemente distinta entre iguales. «¿Tu rojo es mi rojo?» Hasta ahí daba mi capacidad de pregunta y, naturalmente, solo unxs pocxs perseverantes llegaban a entender de qué carajos estaba hablando. Mi hermano era el único que compartía y entendía la intriga, pero entonces ni él ni yo teníamos hambre de respuestas. Lo que teníamos, más bien, era una curiosidad infinita y una urgencia de aprender a comunicar inquietudes de forma clara y evidente. Pensar que la experiencia del mundo era privada y exclusiva era divertido, y con eso bastaba. Imaginar que los colores eran distintos para cada mirada era estimulante, y con eso sobraba. Adelanto de una vez que este cuestionamiento no fue lo que me llevó a estudiar Filosofía. De hecho, su aparición introductoria en este texto es la anticipación de un reproche que vendrá en las siguientes líneas.

Quizá más de diez años después tuve mi primer acercamiento con Lo Filosófico [las mayúsculas llevan intención], que fue una lectura [escuchar a otrxs hablar] de Nietzsche. Este encuentro fue, por llamarlo de alguna forma, el primer abatimiento serio de mi espíritu inquisitivo. Tenía, desde antes, una fe católica herida y unas ganas de que mis ideas jamás empataran con las de quienes podían postrarse sobre la suya sin miramientos. Y creí que algo de lo que él decía resonaba, porque creía que entendía algo de lo que él decía. Muchas veces he pensado en mí como un personaje de carácter narrativo que puedo escribir, reescribir y editar tantas veces como me plazca. Así que decidí narrarme, atravesada por una adolescencia casi llegada a término, desde mi corta comprensión de quien, según yo, podía darle un porqué a mi coraje, a mi ausencia de fe, a mi carencia de un sentido vital que no se desmoronara al mismo tiempo que los lazos que me ataban a mis relaciones y al mundo. Necesitaba desesperadamente agarrarme de algo para justificar la mirada gris con la que la tristeza me hizo aproximarme a la vida, y Nietzsche supo ser anzuelo.

Durante ese tiempo, palabras como «existencialismo» y «nihilismo» comenzaron a cruzarse esporádicamente en mi camino. Parecían términos oscuros y, si la vida también me parecía serlo, entonces funcionaban como herramientas sensatas para enfrentarla. Además, las noticias formaron siempre parte de mi vida. Mi mamá tiene la costumbre de echárselas en la mañana y en la noche, y me inculcó la idea [muy cierta] de que lo que ocurre hoy es la Historia del mañana. Tienes que saber qué ocurre en tiempo presente, sobre todo lo que está pasando a lado tuyo. Esta mención es importante porque las noticias contribuyeron a que me formara una idea recalcitrante de que la vida jamás deja de irse cuesta abajo, de que el mal nos acompaña a todas partes y de que nadie se hace responsable nunca. Creer en Dios cada vez me parecía más risible, cobarde, obtuso. Había conocido antes el miedo, pero este abandono me sabía distinto. Me hice de un caparazón duro de conceptos, filosofías y posturas políticas firmes que me hacían sentir preparada para luchar por una retribución de esos daños de los que tanto tiempo fui una lejanísima espectadora. Y, aunque llegué a la Filosofía con un talante más bien narrativo, todo lo que he dicho hasta ahora sirvió como pista de aterrizaje.

Así que, por si hacía falta confirmarlo, entré a estudiarla y rápidamente me convencí de que —además de ser «amor a la sabiduría» y todas esas cosas que, sin explicar por qué, te dicen que es— la Filosofía también era una herramienta para obtener otras tantas herramientas con las que aleccionar a otrxs con mi afán [bastante cristiano] de salvar y transformar el mundo. La ironía del espíritu de todo buen charlatán que dice saber cuáles son las vías hacia un bien común es que parte necesariamente de una violencia destructiva enmascarada. Jamás he recibido tanta hostilidad como de quienes se proclaman defensores de todxs, llámense religiosos o personajes de internet [que, aunque les cueste admitirlo, se parecen bastante]. Es todavía más irónico que participé de ello y, aún más, que llegué a la profesión de las preguntas con afirmaciones que ya de entrada eran inamovibles. Jugué muchos papeles y fui muchos personajes, pero el hilo conductor de todos era la resistencia. No me refiero tanto a una resistencia política, sino más bien a la muerte inmediata de cualquier interpelación.

Un día, sin saber cómo, terminé llorando en clase. Las palabras de Spinoza calaron justo en ese miedo que a cada rato se confundía con enojo, en ese enojo que se camuflaba con locura y paranoia, en esa paranoia que acababa irremediablemente en frustración y angustia. De pronto di cuenta de que desconocía el origen de toda esa rabia con la que tanto tiempo miré a los extraños, con la que formulé tantas ideas, con la que memoricé tantos pasajes y autores, con la que derramé tanta tinta. Spinoza me enseñó que, cuando me agarré del coraje, permití que me fuera arrebatado todo mi poder de actuar y existir; la única fuerza de la que realmente puedo disponer. También así uno puede desligarse de su única y verdadera responsabilidad frente al mundo: resolverse.

A la par, esos principios que construí como muros que me distinguían de todo lo que yo veía como terrible y reprobable en el mundo empezaron a topar con otras paredes más altas, más firmes y blindadas, con otrxs tantxs que tampoco habían podido mirar hacia adentro para pensarse. Pero es que vivir amurallado es más fácil que admitir cuánto duelen y pesan las ideas que se adhieren al cuerpo con tanta fuerza como para limitar cualquier posible reconciliación o acción. De pronto entendí el llanto como la única manera reconfortante de admitir derrota. Y, como aprendí después de —esta vez sí— leer a Nietzsche, la risa como lo primero que debería dar y recibir cualquiera que crea que debería ser tomado en serio. Así que aquí vengo a reírme y a permitir que se rían de mí, o a que lloren conmigo.

Andrés me regaló una imagen mental que revive cada que se me cruza un pensamiento vagabundo. No sé si era un planteamiento original, pero sé que la formulación y la textura solo podían ser suyas. Hablaba de ideas que flotan con la esperanza de depositarse en una cabeza curiosa dispuesta a pensarlas. Para mí, entender algo así suponía, necesariamente, dotar de rostro y voz al pensamiento, de traerlo a la vida. Y, también, me permitió creer que hay ideas que pueden encontrarnos desprevenidos y poseernos; que no somos nuestras ideas porque si se destruyen, aún con dolor, somos capaces de sobrevivirlas; que nos duele su derrumbe porque muchas veces nos confundimos con ellas.

Esto se conjugó con extraña precisión con esa sensación, que me regalaron las lágrimas, de que uno no puede encontrar filosofías que empaten con lo que busca. Antes, son las filosofías las que nos encuentran y nos enseñan qué era lo que en realidad debíamos estar buscando; que no es que yo haya elegido a Spinoza como mi pensador favorito, sino que me encontró cuando yo más necesitaba que lo hiciera. Porque el valor que le di a sus palabras no estaba tanto en lo que decían, sino en lo que yo leía de mí a través de ellas: en que me acariciaron en el momento exacto. Así también me explico el hecho de que ni Kierkegaard ni Frege hayan logrado despertar nada en mí a pesar de que, en serio, me esforcé por encontrarlos interesantes.

Cada semestre recibía las preguntas habituales respecto a qué hacía en esos salones de clases, leyendo esos libros, tomando esas notas. Jamás di una respuesta convencida o convincente y, en realidad, ni siquiera creo que sería capaz de contestar ahora sin titubear. Si miro hacia atrás, me cuesta entender en qué momento pasé de maravillarme ante el mundo con curiosidad a enfrentar con coraje su —a veces terrible y trágica, pero particular y exquisita— forma de ser. No sé cuándo empecé a preocuparme más por la solidez de mis respuestas que por la nitidez de mis preguntas. Pero sé ahora que fue un tránsito necesario y en esa única certeza encuentro un alivio infinito. La Filosofía, antes que cualquier otra cosa, me enseñó que las filosofías [en plural] son siempre pasajeras. También me enseñó a reírme y a soltarlas, todas. Por último, me ayudó a comprender que el llanto es, para mí, un antídoto infalible contra la arrogancia y, por lo tanto, un requisito indiscutible para aprender a pensar.


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