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El Hombre de jengibre que descubrió la metafísica

Rodrigo Alemán

cuadro de Remedios Varo, "gravedad"

Había una vez un Hombre de jengibre que vivía en una casa de jengibre. ¿La casa estaba hecha de hombre, o el Hombre de casa? Gritó, pues no sabía.


Cuando logró salir de su estado consternado, el Hombre de jengibre comenzó a reflexionar sobre aquella pregunta que tan naturalmente le había surgido. Se empezó a analizar a sí mismo y a su casa; le resultó evidente que ésta última estaba hecha de hombre, tanto como que él mismo estaba hecho de casa. Es decir, que los dos estaban hechos de una misma materia: el jengibre.

Sin embargo, esta conclusión no lo dejaba satisfecho, puesto que lo llevaba a una pregunta más. Si él y la casa estaban hechos de la misma materia, ¿qué diferenciaba al Hombre de jengibre de su casa de jengibre? Claramente sus formas eran distintas. De igual manera, el Hombre de jengibre estaba casi seguro de que su casa no se preguntaba a sí misma sobre las diferencias entre ella y el Hombre, ya que ésta no parecía tener la capacidad de pensamiento.

Pero entonces, ¡¿cómo era posible que, aún al estar hechos de la misma materia, él tuviera la capacidad de pensar y la casa no?! Fue entonces que el Hombre de jengibre se percató de que su investigación lo llevaría más allá de todo aquello que podía verificar por medio de sus sentidos y su experiencia. Tendría que usar su razón pura.


Lo primero que pensó el hombre de jengibre fue que, dentro de él, tenía que haber otro tipo de sustancia que no se encontrara dentro de la casa. Ésta le permitiría percibir, pensar y razonar. A esa sustancia la nombró “alma”. Luego, se preguntó, ¿qué era el alma y por qué no la podía ver de la misma manera que podía ver a su casa? Era necesario, pues, que el alma fuera incorpórea y que solo pudiera percibirse a través de la razón.

Después, pensó que lo incorpóreo es lo opuesto de lo corpóreo y, ya que lo corpóreo nace y perece, lo opuesto de esto debía ser permanente. Por lo tanto, le parecía factible asumir que su alma, al ser incorpórea, fuera permanente y nunca naciera ni pereciera. Además, existiría incluso después de que el Hombre muriera. Todo esto, a su parecer, tenía mucho sentido.

Sin embargo, se dio cuenta que no tenía manera alguna de verificar su teoría: experimentar el proceso de la trascendencia de su alma involucraría su muerte -lo cual no le sonaba para nada deseable-. Además, le parecía igual de probable que, si su alma estaba dentro de él, ésta dependiera del bienestar de su cuerpo y entonces, si él moría, su alma moriría con él.


Esto hizo que se diera cuenta de que su razón podía equivocarse, pues sus dos teorías no podían ser ambas verdaderas -aunque fueran igual de convincentes-. Era la una o la otra.

¿En qué otras cosas se pudo haber equivocado? ¿Sería posible que su razón y sus sentidos fueran tan limitados como para hacerlo creer que su casa estaba ahí, incluso cuando este no fuera el caso? Fue entonces que consideró la existencia de una especie de genio maligno todopoderoso, que lo hubiera creado solo con el fin de engañarlo, de hacerlo pensar, equivocadamente, que él existía.

El Hombre de jengibre se dio cuenta que todas sus dudas involucraban un pensamiento. Y, si existía un pensamiento, tenía que haber algo que pensara. Por lo tanto, si dudaba, pensaba. Y, si pensaba, existía necesariamente. Era imposible engañarlo en ese aspecto. En este sentido, aquel genio maligno no podía ser todopoderoso: era imposible que lo engañara con respecto a su propia existencia. Esta conclusión calmó al hombre de jengibre de sobremanera.


Sin embargo, también se dio cuenta que había dejado una puerta abierta: la posibilidad de la existencia de un creador perfecto y todopoderoso, el Panadero Creador, que le haya dado vida a él y a todo el mundo en donde se encontraba. Por un lado, todo lo que conocía era imperfecto: su casa lo era, pues si se llegaba a mojar, el techo y sus paredes se volvían blandas y hasta se podían desmoronar. Por otro lado, él mismo ya había descubierto la imperfección de su razón, e incluso sabía que sus botones de gomita no estaban perfectamente alineados.

¿Cómo era posible entonces que pudiera pensar en lo perfecto? Claramente tendría que haber sido el Panadero Creador quien, al ser perfecto, le hubiera dado la idea de la perfección. Por lo tanto, podía concluir que efectivamente existía el Panadero Creador. Sin embargo, también podía pensar en sirenas de jengibre y brujas que vivían en casas de jengibre. ¿No podría ser el caso que el Panadero Creador fuera lo mismo? ¿Una simple creación ficticia de su intelecto?

De nuevo se había estampado con un muro imposible de derrumbar, al no tener ninguna manera de verificar sus teorías con su experiencia. Tomar una postura acerca de la existencia del Panadero Creador involucraba abandonar su razón y hacer un salto de fe. Sin embargo, no podía decir que había llegado a una verdad indubitable.


¡No-había-llegado a nada! Llevaba varias horas ya sin hacer otra cosa más que pensar y reflexionar acerca del mundo, el alma y el Panadero Creador. No había podido llegar a una conclusión satisfactoria con la que pudiera saltar y gritar con toda seguridad -“¡Esta es la verdad! ¡La he encontrado!”-. Sin embargo, incluso al no haber podido contestar todas sus preguntas, se sentía satisfecho con su día.

El Hombre de jengibre se dio cuenta de que la investigación en sí, sin importar sus frutos, lo había llevado por una serie de avenidas y caminos por los cuales nunca se había atrevido a viajar: se había preguntado por el sentido del Ser en tanto que ser.

¿No era esto ya algo maravilloso por sí solo? ¿No implicaba ya una distinción importante, entre su casa y él, el simple hecho de poder preguntarse sobre ideas que iban mucho más allá de todo aquello que conocía? ¿Y qué si no podía afirmar nada definitivamente?


Quizás el simple hecho de estar dispuesto hacer este viaje, tan cansado y a veces hasta desconcertante, implicaba ya un sentido de su ser. El Hombre de jengibre entró a su casa de jengibre con sus ojos pesados y su cabeza palpitando, listo para poder tomar una siesta muy larga. No podía esperar al siguiente día, para poder seguir con sus investigaciones metafísicas.


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