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Entre la moda y el mercado del fast fashion: Una crítica simmeliana de las implicaciones ontológicas del consumo en la nueva Ley francesa

Camila Mijares Espinosa Braniff


Fast Fashion
Imágenes por Fernanda Muraira

La Cámara Baja del parlamento francés aprobó por unanimidad, el pasado 15 de marzo, un proyecto de ley que pretende establecer un impuesto o, mejor dicho, penalización de 5 euros extra por cada artículo comprado en plataformas de fast-fashion, específicamente aquellas que comercializan más de mil productos nuevos cada día. Las ganancias del cargo se utilizarían para subsidiar a los productores de ropa sustentable, permitiéndoles competir más fácilmente (Rouquette, 2024). Así, la ley sigue el esquema de bonificación-penalización que busca fomentar el consumo sostenible, imponiendo multas a los compradores de las plataformas desdeñadas y entregando bonificaciones a quienes consumen de tiendas o empresas nacionales y responsables en su producción. A partir del próximo año, habrá un aumento de la penalización vinculado a la huella ecológica del artículo sin exceder el 50% del precio original (Rouquette, 2024). 


El proyecto fue impulsado por el diputado del partido conservador Les Républicains, Antoine Vermorel-Marques, y la sanción fue esgrimida particularmente contra la plataforma de Shein. Ésta marca, fundada en China pero con sede en Singapur, ha sido criticada en repetidas ocasiones por las consecuencias ambientales y sociales de su modelo de negocio y producción; desde los contaminantes químicos utilizados en los tintes y el consumo de agua y combustibles fósiles, hasta la explotación laboral que sostiene la sobreproducción de un millón de prendas por día. Sumado a esto Vermorel-Marques añade que tales plataformas amenazan con «destruir la industria textil francesa» (Agence France-Presse, 2024), puesto que su popularidad entre los consumidores ha traído fuertes reprimendas para los fabricantes nacionales de moda tradicional —quienes han enfrentado una imposibilidad para mantener el ritmo de producción y los bajos costos que la competencia exige—. 


El hecho de que Francia sea el primer país en imponer una sanción al consumo de este tipo de  industria resulta significativo, tanto por el influjo fundamental que desde hace más de un siglo ha tenido en la industria de la moda a nivel internacional, como por su papel protagónico en la instauración del modelo prêt-à-porter —cuyo principal promotor fue el mercado estadounidense y que, más tarde, inspiró la creación del fast fashion—. Frente a semejante  panorama, no sorprende que la inspiración fundamental tras el proyecto de ley haya sido, antes que cualquier motivación medioambiental, el esfuerzo por recuperar el lugar  en el mercado que alguna vez tuvo por tantos años la moda francesa. Esto explica también, porque ante la iniciativa presentada por diputados de izquierda y del Partido Verde francés por  incluir una medida para limitar la publicidad de marcas de fast fashion; el diputado Vermorel-Marques respondiera  que «la prohibición a la publicidad de la industria indumentaria, especialmente de la moda, significa el fin de la moda» (Agence France-Presse, 2024).


Al poner el dedo en aquel factor prioritario en la propuesta de ley, que busca componer las reprimendas que las ganancias de las plataformas ocasionan al mercado de la moda francés antes que sus consecuencias medioambientales, no pretendo decepcionar a aquellos lectores de fuertes convicciones ecológicas. No cabe duda de que esta es una noticia que habría que recibir con entusiasmo. Lo que busco es, más bien, analizar la concepción implícita sobre la esencia del fenómeno fast fashion que está implicada en la solución propuesta por el diputado Vermorel-Marques: el sistema de bonificación-penalización a los consumidores. 


Como señalan Cachon y Swinney (2011), el fenómeno fast fashion está constituido por la unión de dos aspectos fundamentales: primero, las técnicas de respuesta rápida respecto al tiempo de producción y distribución; y segundo, los productos como universalmente asequibles y de cambio continuo (pp. 783-84). La legislación en cuestión trata estos dos aspectos de su oponente bajo un lente particular, presuponiendo una ontología de la producción y de la moda que se basan en la economía clásica y que pretendo cuestionar en este artículo. Así, el tema que me compete sigue como guía las siguientes preguntas: ¿qué tipos de sujetos económicos (productores, consumidores o prosumidores) se presupone que sostienen la producción y el crecimiento económico de las plataformas de fast fashion?; ¿qué tipos de activos son valiosos para la producción en esta industria de la moda?; y, ¿la penalización de los 5 euros atañe realmente a aquellos activos valiosos?


No son muchos los textos que hablan sobre la moda y su base ontológica de producción en un sentido filosófico. Dentro de este puñado de escritos, uno que resalta de manera particular es el breve ensayo Filosofía de la moda de George Simmel, publicado por vez primera en 1913. Sus observaciones sobre la relación entre la creciente industria de la moda y la economía moderna, aunque consideradas excéntricas en su momento, han adquirido mayor inteligibilidad en los contextos del capitalismo postindustrial y su análisis filosófico y sociológico a partir de los años setenta. Para Simmel, no estaba claro por qué la circulación de la moda no parecía seguir la racionalidad práctica y la regulación constante de la oferta y la demanda tal como se concebía en las teorías de economía clásica, de raíz milleana, que dieron pie a la producción industrial moderna:

No es posible hallar la menor huella de utilidad en las decisiones con que la moda interviene para darles tal o cual forma: levitas anchas o angostas, peinados agudos o amplios, corbatas negras o multicolores. A veces son de moda cosas tan feas y repelentes, que no parece sino que la moda quisiese hacer gala de su poder mostrando como, en su servicio, estamos dispuestos a aceptar lo más horripilante. Precisamente, la arbitrariedad con que una vez ordena lo que es útil; otra, lo incomprensible; otra, lo estética o prácticamente inocua, revela su perfecta indiferencia hacia las normas prácticas, racionales, de la vida (1934, pp. 146). 

Las “fluctuaciones polares”, los rasgos inútiles y las elecciones impredecibles que caracterizan la lógica de la moda parecen ir en contra de lo que se presupone que son los activos valiosos para la producción y la motivación detrás del consumo y producción de los sujetos económicos del capitalismo moderno.


La economía clásica proporcionó el marco para el sistema de producción moderno a finales del siglo XIX, siendo uno de sus rasgos principales la teoría de utilidad del valor que desentraña la concepción tradicional de los precios (Hausman, 2021). Esta reemplazó a la teoría del valor del trabajo, aquella que determina el valor de un bien o servicio según la cantidad de trabajo empleado en su producción —incluyendo el costo de las materias primas, la maquinaria y la mano de obra— (Hausman, 2021). Por el contrario, la teoría de la utilidad del valor —cuyos pioneros son William Stanley Jevons, Léon Walras y Carl Menger— se basa en la idea de que el precio de un bien se establece a partir de la demanda que, tal como el nombre de su teoría  indica, depende mayormente de la utilidad o satisfacción objetiva que un bien o servicio proporciona a los consumidores, cualquiera que sea el costo de producción (Hausman, 2021). 


Los precios se estipulan a partir de la relación entre oferta y demanda, dándole primacía al influjo de la última sobre la anterior. Según se afirma, un aumento en el precio, disminuye la demanda y aumenta la oferta; mientras que, inversamente, una disminución en el precio, aumenta tarde o temprano la demanda y disminuye la oferta (Hausman, 2021). Las funciones gráficas que traza esta teoría, las curvas que fundamentan su veracidad, deben ser curvas definidas (Hausman, 2021). Esto requiere, en el caso de la demanda, que el consumidor actúe de manera “racional”; es decir, que planifique de antemano la distribución de sus ingresos, sus preferencias y sus necesidades de manera estable. Las compras casuales, la seducción y triunfo de los aparadores o el consumo compulsivo, anulan la posibilidad de una curva de demanda definida.


Así, la economía clásica implica una noción ontológica del sujeto como racional, como aquel cuya elección de producción y consumo está limitada a aquellos bienes que maximizan su utilidad al menor precio (Hausman, 2021, p. 12). El origen de tal fundamento se puede rastrear hasta la teoría de John Stuart Mill (1836), quien sostuvo que la economía política estudia:

[…] aquellos fenómenos del estado social que tienen lugar como consecuencia de la búsqueda de riqueza. Hace una abstracción completa de cualquier otra pasión o motivo humano, excepto aquellos que pueden considerarse como principios perpetuamente antagónicos al deseo de riqueza, a saber, la aversión al trabajo y el deseo del disfrute presente de indulgencias costosas. […] Se ocupa de él [del hombre] únicamente como un ser que desea poseer riquezas y que es capaz de juzgar la eficacia comparativa de los medios para obtener ese fin (Libro VI, Capítulo 9, Sección 3, Párrafo 38 y 48). 

Mill da por sentado que los individuos actúan racionalmente en su búsqueda de riqueza, en lugar de hacerlo de manera pasional, pero no tiene una teoría del consumo, ni una teoría explícita de la elección económica racional. 


Estas brechas se llenaron gradualmente con las teorías del homo economicus, el actor siempre «prudente y ahorrativo en la gestión» que toma decisiones previsibles y racionales respecto al consumo que lo conducirá al mayor beneficio personal (Venäläinen, 2014, pp. 237). Esto da como resultado individuos desvinculados de la sociedad, la cultura, las formas tradicionales de vida y la religión que los rodean: agentes económicos que apuntan a maximizar su bien individual y minimizar sus costos individuales (Dowling, 1979). Bajo ésta teoría, los esquemas de bonificación-penalización, como el propuesto en la legislación que nos compete, adquieren su función y eficiencia para guiar el consumo; pues, se presupone una curva de demanda definida y estable donde el fin del actor económico es la adquisición del mayor útil —las prendas— al menor costo posible. 


El homo economicus actúa solo en la situación de intercambio económico, desvinculado de sus pasiones y de los influjos posibles del entorno social. El intercambio ocurre entre «personas impersonales» en un espacio donde los bienes intercambiados se ubican en su propio mundo de corte utilitarista, desconectados tanto del vendedor como del comprador (Dowling, 1979). Sin embargo, como han señalado los antropólogos y sociólogos económicos, ha habido poco éxito en encontrar o crear al homo economicus en el mundo empírico (Lazzarato, 1996; Valtonen, 2011; Federici, 2011; Venäläinen, 2014).


Fast Fashion
Imágenes por Fernanda Muraira

En contraste con esta corriente, en La filosofía del dinero, Simmel sostiene que el precio de los objetos no está determinado por su valor intrínseco o el atributo de su utilidad, sino que es un mero resultado de valoraciones subjetivas (1990, pp. 438). El precio de los objetos se basa en última instancia en los deseos: no deseamos los objetos porque sean valiosos, sino que los objetos son valiosos porque los deseamos. Este proceso parcial y relativo de valoración crea una esfera de acción intersubjetiva a través del intercambio monetario (Pyyhtinen, 2009, pp. 61-62). En este sentido, Simmel parece defender la teoría subjetiva del valor, característica de la economía neoclásica que se popularizó a mediados del siglo XX (Lazzarato, 1996; Federici, 2011; Hochschild, 2012; Venäläinen, 2014; Hausman, 2021).


En última instancia, aquí lo determinante son las preferencias y percepciones particulares de los consumidores individuales, influenciados por sus condiciones de socialización, independientemente la utilidad inherente o valor objetivo del producto o servicio. Mientras que en la teoría de la utilidad del valor, el potencial de satisfacción del objeto es considerado como objetivo y medible —a la manera del felicific calculus de Bentham—, la teoría subjetiva del valor enfatiza la naturaleza arbitraria de las preferencias individuales.


La ontología presupuesta por Simmel de la moda contemporánea pone en duda los supuestos clave de la economía equilibrada moderna: la racionalidad de las elecciones, la individualidad de las agencias económicas y la escasez de bienes. La elección de esta industria para su análisis no es arbitraria; pues, representa un caso paradigmático de la entonces nueva lógica socioeconómica, que el filósofo identificó a principios del siglo XX, en la que la valorización de los bienes y el consumo se basan en las relaciones fluctuantes de la socialización.


Así, lo que el autor revela de esta industria no debe entenderse como el análisis de una esfera distinta de la vida moderna o únicamente de un sector delimitado de producción, sino más bien como la denuncia temprana de una lógica económica que permea a la sociedad moderna y al capitalismo posindustrial. Antes de adelantarme más, cabe discutir los rasgos esenciales de la moda que Simmel identificó en aquel ensayo y que resultaban tan distintos a otras interpretaciones de la época. 


Tras dar cuenta del aparente sinsentido de la valorización económica de la moda, que no está determinada por su utilidad o beneficio hacia los consumidores, el filósofo alemán investiga la posibilidad de que ésta se determine a partir de las tendencias de desarrollo de la socialización. Para Simmel, todo proceso social se caracteriza por una búsqueda simultánea, de corte afectivo, de unificación y diferenciación, una doble exigencia de pertenecer a la «generalización» a la par que se procura ser lo «singular» (Simmel, 1991). Así, la economía de la moda se caracterizará, dentro de su teoría, por estar sujeta a la interacción ondulante de estas tendencias. 


La moda siempre presupone algo común y compartido, una nueva tendencia que se busca seguir. Las tendencias son marcadas por los grupos de élite en determinada sociedad y, en ese sentido, su obtención asegura pertenencia y distinción frente a otros colectivos de menor reconocimiento y aprobación. Su existencia depende de las clases sociales y sólo se manifiesta en culturas que mantengan tales dinámicas estamentales (McCracken, 1986; Bruce y Daly, 2006; Cachon y Swinney, 2011; Choi, et al., 2010). De ésta manera, la pertenencia que la moda promete es lo que brinda la oportunidad de distinción en primer lugar. “Unir y diferenciar son las dos funciones radicales que aquí vienen a reunirse indisolublemente, de las cuales, la una, aún cuándo es, o precisamente porque es la oposición lógica de la otra, hace posible su realización” (Simmel, 1934, pp. 145). 


Una vez inventada e introducida, la moda se establece como un propiedad de lo socialmente ideal, característico de una élite, creando así un espacio común al que los individuos deben adaptarse. Eventualmente, la expansión de la nueva norma llega hasta el punto en que la moda se generaliza tanto que pierde toda su particularidad y se transforma en algo tan general que ya no puede considerarse moda:

A causa de este juego entre la tendencia hacia la aceptación universal y la destrucción de su significado, a la que conduce esta adopción general, la moda posee la atracción peculiar de lo límite, la atracción de un principio y un final simultáneos, el encanto de la novedad y simultáneamente de transitoriedad (Simmel, 1934, pp. 192).

Este movimiento bidireccional entre lo único y lo general, lo propio y lo común, es el modelo ontológico central mediante el cual opera la moda en general. 


No obstante, lo que hace de esta industria algo tan ubicuo en nuestra contemporaneidad es el atractivo que su carácter cambiante tiene para la sociedad: 

Es específico de la vida moderna un tempo impaciente, el cual indica, no sólo el ansia de rápida mutación en los contenidos cualitativos de la vida, si no el vigor cobrado por el atractivo formal de cuánto es límite, del comienzo y del fin, del llegar y del irse. […] La moda […] adquiere […] el atractivo de un comienzo y un fin simultáneos, de la novedad y, al mismo tiempo, de la caducidad. Su cuestión no es ‘ser o no ser’, sino que es ella a un tiempo ser y no ser, […] y, merced a ello, nos proporciona durante su vigencia una sensación de actualidad más fuerte que casi todas las demás cosas (Simmel, 1934, pp. 154). 

De esta forma, la moda resulta ser una pauta óptima de los mecanismos de socialización que buscan entrelazar las tendencias de individualidad y similitud y, asimismo, de una forma específica de economía que es capaz de capitalizar estas tendencias. El desarrollo de la economía moderna corresponde a esta cualidad paradójica: el triunfo de una economía monetaria que, por un lado, hace posible “una intersección completamente general y medios de conexión y comunicación igualmente eficaces en todas partes”, mientras que, por otro lado, brinda “la reserva, el individualismo y la libertad más pronunciados para la personalidad” (Simmel, 1991, pp. 22).





Fuentes y bibliografía:

  • Agence France-Presse. (15 marzo, 2024) “France’s lower house votes to limit ‘excesses’ of fast fashion with environmental surcharge”. The Guardian, recuperado de https://www.theguardian.com/world/2024/mar/15/france-fast-fashion-law-environmental-surcharge-lower-house-votes.

  • Cachon, G.P., y Swinney, R. (2011). “The value of fast fashion: quick response, enhanced design, and strategic consumer behaviour”. Management Science, Vol. 57(4), pp. 778-795.

  • Choi, T.M., et al. (2010). “Fast fashion brand extension: an empirical study on consumer preferences”. Journal of Brand Management, Vol. 17, pp. 472-487.

  • Dowling, J. H. (1979). “The Goodfellows vs. The Dalton Gang: The Assumptions of Economic Anthropology”. Journal of Anthropological Research, Vol. 35(3), pp. 292-308.

  • Federici, S. (2011). “On affective labor”. En M. Peters & E. Bulut (eds.), Cognitive capitalism, education, and digital labor (pp. 57-74). New York: Peter Lang.

  • Gabrielli, V., et al. (2012). "Consumption practices of fast fashion products: a consumer-based approach". Journal of Fashion Marketing and Management: An International Journal, Vol. 17(2), pp. 206-224.

  • Hausman, D. M. (2021). "Philosophy of Economics". The Stanford Encyclopedia of Philosophy (invierno 2021), pp. 1-124.

  • Hochschild, A. (2012). The Managed Heart: Commercialization of Human Feeling. Berkeley: University of California Press.

  • Kumar, S., y Guru, R. (2023). “Study on Effect of Consumer Age, Family Income and Family Size on Fast Fashion Consumption Pattern”. Tekstilec, Vol. 66, pp. 148-159.

  • Lazzarato, M. (1996). “Immaterial labour”. En P. Virno & M. Hardt (eds.), Radical Thought in Italy (pp. 132-146). Minneapolis: University of Minnesota Press.

  • McCracken, G. (1986). “Culture and consumption: a theoretical account of the structure and movement of the cultural meaning of consumer goods”. Journal of Consumer Research, Vol. 13, pp. 71-84.

  • Mill, J. S. (1967). “On the Definition of Political Economy and the Method of Investigation Proper to It”. En J. M. Robson (ed.), Collected Works of John Stuart Mill, Vol. 4. Toronto: University of Toronto Press.

  • Rouquette, P. (22 de febrero, 2024) “France’s fast-fashion 'kill bill': Green move or penalty for the poor?”. France 24, recuperado de https://www.france24.com/en/france/20240222-france-s-fast-fashion-kill-bill-green-move-or-penalty-for-the-poor.

  • Pyyhtinen, O. (2009). “Simmel's money”. En M. Ruckenstein y T. Kallinen (eds.), Cultura del dinero, (pp. 8-69). Helsinki: SKS.

  • Simmel, G. (1934). “Filosofía de la moda”. En E. Imaz, et all. (trads. y comp.), Cultura femenina y otros ensayos (pp. 139-174). Madrid: Revista de Occidente.

  • Simmel, G. (1990). The philosophy of money, edit. por T. Bottomore y D. Frisby, (2 ed.). London & New York: Routledge.

  • Simmel, G. (1991). “Money in modern culture”. Theory, Culture & Society, Vol. 8(3), pp. 17-31.

  • Valtonen, P. (2011). “Economy as a universal cultural phenomenon”. En R. Heiskala y A. Virtanen (eds.), Economy and social theory I (pp. 51-73). Helsinki: Gaudeamus.

  • Venäläinen, J. (2014). “Simmel’s Theory of Fashion as a Hypothesis of Affective Capitalism”. En M. Moshe (Ed.), The Emotions Industry (pp. 235–250). New York: Nova Science Publishers.


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