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Estética de las albercas: el juego y la potencialidad de lo cuir

Susana López Pozo

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Siempre me ha gustado sumergirme en las albercas. Sin embargo, — quizá por la edad, quizá por mi reciente, pero latente tendencia a romantizar todo lo que hago, o quizá porque me hallo en un punto en el que vivo felizmente enamorada de personas y de entornos — no ha sido hasta hace poco que me he puesto a pensar qué es lo que me gusta de ellas.

Cuando unx se sumerge entra en un espacio y tiempo radicalmente distinto. Parecería que fueras tú quien se arroja, pero bien podría ser la profundidad arrojándose a ti, envolviéndote completamente. Te mueves de una nueva forma con tu cuerpo en el espacio. Sientes el cambio de gravedad: el peso no es el mismo. La interacción entre tú, lxs otrxs y el espacio ya no es la misma. Eres libre de hacer cosas que no podrías hacer en tierra, sobre tus pies. De repente, pierdes el equilibrio, pero da igual, ya no hace falta porque no te apoyas. Estás en una nada (¿o un todo?) que te rodea. ¿Caes hacia arriba o hacia abajo? No lo sabes y no te importa. Puedes hacer figuras, movimientos, volteretas, aventarte al agua de mil maneras, jugar, dejar escapar aire y crear burbujas mientras te haces pesadx y caes al fondo. Puedes nadar, darte la vuelta y mirar desde abajo cómo baila la luz cuando se clava en el agua. O puedes mirar desde arriba el reflejo que pasa a través de las pequeñas olas en la superficie y hasta el fondo, cuyo movimiento revela los colores de un arcoíris.

La noción del tiempo también se distorsiona. No es continuo como en ese mundo en el que el aliento no te falta y caminas para trasladarte. Se mide en cada inhalar y exhalar: en lo que permaneces sumergidx en ese silencio tan peculiar, meditando brevemente hasta que no puedes aguantar más y vuelves a la superficie a por aire. Se trata de momentos que se saben efímeros aunque pesen una eternidad, quizá por ello se viven con tal intensidad.

El sumergirse implica una forma de estar que obliga a unx a darse cuenta de que tienes otros sentidos además de la vista. Se te inunda el oído y el agua te toca por todos lados. Allí dentro no estás mojadx, pues todo se funde en ese entorno. Solo lo estás cuando sales de la alberca y el aire te rodea. Puedes ver borrosamente las extremidades de tu cuerpo, pero nada más: no hay un espejo debajo del agua. Y da lo mismo, eres tú y esa masa y eres tú en la masa y eres pequeñx, muy pequeñx. Es sumergirte en un mundo nuevo en el que puedes hacer lo que quieras. Debajo del agua nadie te puede decir nada. Las voces ajenas son distintas, como a cámara lenta. Es una manera de reaprendernos a nosotrxs mismxs.

En Homo ludens, Johan Huizinga (2007) pinta una genealogía y teorización del juego, al que describe como algo que sitúa a unx dentro de límites espacio-temporales radicalmente diferentes. Reconoce tres características de este: que es libre, que es un escape de la vida corriente o de la vida en sí misma y, la que más nos importa a nosotrxs, que es un estar encerrado en sí mismo y su limitación. «El juego se aparta de la vida corriente por su lugar y por su duración. Agota su curso y su sentido dentro de sí mismo» (pp. 22-23). El juego es pues, un fin en sí mismo y para jugar se aceptan voluntariamente reglas que son absolutamente obligatorias. Además, va siempre acompañado de un sentimiento de tensión y de alegría que te permite ser de otro modo.

Si la existencia cuir es vivir en los márgenes, entonces como persona cuir siempre se está en un juego, tal y como lo define Huizinga. Pienso el nadar como moverse en esos límites: tienes cuerpo dentro y cuerpo fuera y, si abres los ojos, puedes mirar a través del mismo límite.

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Al comienzo de su obra, Huizinga afirma que «con toda seguridad podemos decir que la civilización humana no ha añadido ninguna característica esencial al juego. Los animales juegan, lo mismo que los hombres (...) y, lo más importante, parecen gozar muchísimo con todo esto» (p.11). ¿No será esto una manera de escapar de la condición humana normativa? Si sumergirse permite un (re)pensar al cuerpo y la manera de relacionarse con el entorno, una que va más allá de la imaginación, que se materializa y es inmediata: ¿será que hay algo potencialmente cuir en ello?

Como en el juego, cuando unx se sumerge en el agua, se adentra en un espacio y tiempo radicalmente distintos. Se trata de algo inmersivo, un acto de suspensión de la realidad. El moverse al margen, el nadar y mirar a través de la ondeante línea de agua que se dibuja en la superficie es cuir, porque permite pensarse de otro modo, porque permite una vivencia que cuestiona abierta y directamente una normatividad social. Y es que somos en gran parte lo que nos rodea, con lo que interactuamos. Debajo del agua se es libre por momentos efímeros, en silencio y con posibilidades corpóreas distintas a las del mundo que se camina. A mí me permite, entre otras cosas, abrazar a mi niña interior: esa que se la pasa más con la cabeza dentro que fuera del agua, que hace volteretas y otros movimientos que cree elegantes, que se maravilla del sonido que acompaña al movimiento del pelo bajo el agua, como si de algas marinas se tratara.


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Referencias

Huizinga, Johan. Homo Ludens. Trad. Eugenio Imaz. Alianza Editorial S. A., Madrid, 2007, pp. 11-23.

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