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Hablemos de fantasmas

Ophelia Cámara

Superposición de lo que podría ser un retrato y la representación tradicional de un fantasma.

Alguna vez una escritora me habló de cómo algunas comunidades describen a los fantasmas: no como los espíritus de personas con asuntos sin resolver, sino como emociones tan intensas que provocan una herida en el espacio-tiempo; sentimientos tan fuertes que se quedan grabados en un lugar por el resto de la eternidad.

Desde el día que me compartieron esta idea no he podido dejar de pensar en ella. Me acecha de la misma forma que los fantasmas acechan una mansión embrujada. Esta idea -esta nueva manera de pensar en los fantasmas- nos lleva a pensar mucho más allá de los poltergeist y los lectores de campos electromagnéticos.

Al hablar de fantasmas en el sentido tradicional, hablamos de personas incompletas, de reflejos transparentes que merodean sin sentido, de la confirmación de la tesis platónica donde el cuerpo queda enterrado en un ataúd y el espíritu queda suelto para acechar a los mortales. Es esta interpretación la que lleva a autores como Clément Rosset a nombrar a los fantasmas como enemigos de lo real (Rosset, 2007, p. 51). Los fantasmas pensados de este modo son la presencia de lo que no está presente, la desencarnación de las penas y las frustraciones. La idea de los fantasmas en este sentido es verdaderamente aterradora porque nos atrapa en un mundo intangible e inconsecuente, un mundo transparente que priva a todos sus habitantes del ser afectados.

Sin embargo, quizá lo más importante de esta concepción de los fantasmas es su intrínseca relación con la muerte. Los fantasmas, como son pensados comúnmente, entran dentro de uno de los arquetipos más populares de la narrativa de horror: los muertos vivientes. Los fantasmas se presentan a sí mismos como una paradoja andante, una contradicción de los sentidos, un regreso a la vida que no llega a ser una resurrección, sino de un tratar regresar a la vida en muerte.

Por otro lado, tenemos a los fantasmas tal y como los presenté al principio de este texto: los fantasmas no como reflejos de un alma perdida, sino como emociones que trascienden cualquier frontera impuesta por el espacio-tiempo. Sentimientos que abandonan el nomadismo del instante para volverse residentes de la eternidad y que hacen de un punto en el espacio su hogar, en donde su presencia se hace notar. Estos son fantasmas con los que seguro te has encontrado, fantasmas que se expresan a través de la sinestesia, que te invaden y poseen sentimientos ajenos con tan solo acercarte a ellos.

¿Acaso nunca has estado en un cuarto donde el ambiente estuviera pesado? ¿Un jardín que sin razón alguna te hace enamorarte de alguien que ya no está ahí, que nunca conociste? ¿Un pueblo donde el enojo colectivo del pasado se puede sentir hasta en las uñas?

Esta nueva concepción de los fantasmas transforma a estos peculiares entes en algo completamente diferente. Los fantasmas pasan de ser la presencia de lo que no está presente a ser presencias indeterminadas, esto es, presencias que crecen como enredaderas sobre la pared del tiempo. Ya no estamos hablando de una separación de cuerpo y mente, sino que nos encontramos con una encarnación de los afectos en su forma más intensa. Con esta nueva concepción, a los fantasmas les dejan de estorbar la molesta categoría de persona, pues la trascienden y hacen de lo intangible lo sensible.

Estos fantasmas no están limitados a un principio después de la muerte, se nos aparecen y nos acechan en vida. Sentimientos que nunca mueren. Ya no radicamos en el terreno de cadenas y asuntos sin resolver; y tampoco nos hallamos en el ámbito de vidas en muerte. Esto se trata de resurrección y vida: de momentos, conexiones, detalles y tragedias que hacen de todes nosotres casas embrujadas andantes.

Así que después de leer todo esto déjame preguntarte algo: ¿crees en los fantasmas?


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Bibliografía

Rosset, C. (2007). El objeto singular. México: Sexto Piso.




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