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La memoria de los cuentos

Rodrigo Alemán

En un remoto lugar en la cima de un monte vivían un padre y su hijo. Todos los días, el padre salía a trabajar mientras que el hijo se quedaba atrás y se dedicaba a jugar y explorar su monte. Sin importar cuántas veces hiciera el mismo recorrido y frecuentara los mismos rincones, siempre encontraba algo nuevo. Al acabar el día, el padre regresaba con su hijo y le narraba cuentos del pasado, de ese lugar que el hijo ya no recordaba ni trataba de recordar; en ese entonces, el hijo no se preocupaba por lo que había sucedido en tiempos que se sentían tan lejanos, sino por las aventuras del presente que tanto disfrutaba jugando alrededor de su monte.

En aquellos cuentos de su padre, el hijo era el protagonista y siempre cometía errores, se portaba mal y se metía en situaciones cómicas de las cuales, una vez adentro, ya no podía escapar; mientras que el padre siempre era el sabio, el salvador, el que se sacrificaba para guiar al protagonista hacia el final feliz de la historia. Todas las noches, el padre narraba. Todas las noches, el hijo escuchaba. Así el tiempo fue pasando, el hijo fue creciendo, y poco a poco, las excursiones por su monte se volvieron menos emocionantes, cada vez notaba menos cosas novedosas o interesantes, hasta que llegó un momento, el instante más trágico de la vida del hijo, en que las aventuras en el monte perdieron toda jovialidad.

La memoria del hijo ya no le permitía seguirse asombrando, siempre que revisitaba algún rincón del monte, recordaba un cuento de su padre que se desarrollaba en ese sitio. Mas los cuentos ya no eran cuentos; eran memorias de experiencias vividas tan claras y detalladas que se sentían más presentes que el presente. Sin embargo, al mismo tiempo, el hijo se sentía ajeno a aquellas imágenes que su memoria le presentaba. ¿Cómo era posible este sentimiento si todo lo que recordaba lo había vivido en algún momento?

Sin embargo, el hijo no pudo pensar en esto demasiado tiempo: ya era hora de regresar con su padre para ayudarlo con lo que necesitara. Después de todo, era lo menos que podía hacer para repagarle todas esas veces en las que el hijo se había portado mal y lo había perdonado; que había errado y fue corregido; que se había metido en un callejón sin salida y que su padre había estado ahí para salvarlo. Sabía que, para ser un buen hijo, tenía que pagar la deuda por tener un buen padre. No obstante, había una deuda que el hijo no parecía poder pagar. No podía amar a su padre.

Por más que buscara en su interior este sentimiento que podría saldar esta deuda inmensa, se escondía en algún lugar que el hijo no podía hallar. Sabía que en algún momento lo había sentido, podía recordar esa sensación que se asomaba de su corazón cada vez que su padre regresaba a casa. Sin embargo, ahora lo único que podía sentir al verlo era agradecimiento y culpa por no poder repagarle. Parecía ser que el amor se había esfumado de la misma manera que su entusiasmo por explorar el monte, quizás, incluso, al mismo tiempo. ¡Se habían escapado juntos una noche y ahora eran solo un recuerdo como todo lo demás! Pero este recuerdo era algo diferente, este recuerdo era suyo.

Fue entonces que todo cobró sentido. La razón por la cual se sentía enajenado de sí, por qué ya no disfrutaba explorar el monte y por qué no podía amar a su padre era clara: había perdido su capacidad de olvido. Se lo habían arrebatado. Todos los cuentos de su padre en el que él era el protagonista y que, hasta el momento, había confundido como recuerdos propios, no eran su historia, no eran su vida. Eran las de su padre. El hijo nunca fue el protagonista de estos cuentos, sino un espejo en el que su padre podía reflejarse. La deuda que se le había impuesto al serle ‹‹recordado›› que era mal portado, errante y necesitado de salvación, ese exceso de memoria, lo hizo un ser carente igual que su padre. Lo único que los diferenciaba era que, mientras el hijo trataba de llenar su carencia pagando una deuda, el padre lo hacía reflejándose en el hijo y buscando reconocimiento. Por eso no podía amar y había perdido su jovialidad: esos sentimientos, esas formas de ser, no eran otra cosa más que exceso. Por eso, en el momento en el que se percibió a sí mismo como carente, se esfumaron.

La memoria del pasado le había dictado un futuro, el de su padre, y le había quitado el porvenir. Ese porvenir intempestivo, excesivo y siempre cambiante que le permitía siempre encontrar algo nuevo en su monte cada que lo recorría. El hijo salió una vez más de su casa, ahí en donde se encontraba su futuro, para ir a explorar el monte en busca de su porvenir.

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