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La muerte de fondo: pensamientos de balcón

Diego Lovera

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Un muerto es una pregunta hacia dentro que suele convertirse en una débil y consoladora respuesta. Yo cada mañana me asomo desde mi balcón y miro hacia el sitio en que murió mi padre, desvío la vista como si lo descubriera mirándome y escudriño incómodamente el resto del paisaje, como buscando en el horizonte los ojos vivos de alguien que pueda mirarme de vuelta. Esos, incluso estando verdaderamente ahí, ¡no podría sentirlos tan penetrantes como la sombra invisible de mi padre en mis pupilas!

La muerte es una pregunta hacia dentro, insisto. Es también algo de extraña naturaleza, pues aquel que diríamos que fue y no es más, vuelve a ser con toda fuerza cada vez que se le recuerda como si estuviéramos presentes en el momento inmediato posterior a su partida. Para mí, su muerte es el momento en que lo percibí en paz por primera vez después de tres años de dolor e incertidumbre, una paz que él mismo se otorgó.

La muerte es tan imposible de enfrentar que, a mis alrededores, nadie nunca se propuso reflexionar seriamente sobre la cuestión, ni antes ni después de poner el cadáver bajo tierra. La mayoría de los que le eran cercanos abogaron por creer ciegamente en que el muerto estaba ya en un sitio mejor. Otros nunca lo mencionaron, pero sé que para sus adentros se decían que a esos cielos no podría entrar alguien con un destino autoimpuesto como el suyo. Algunos veían su muerte desde otras cosmovisiones, cosas tales como la reencarnación o la reunión con la madre naturaleza; algunos decían que de mi padre no quedaba ya nada, que la muerte era el final de todo, que él había desaparecido. Pero si cada mañana me mira desde la calle al otro lado de mi balcón, ¿qué tan cierto puede ser? Para mí, todas las historias sobre el alma del muerto y su destino divino son a lo que me refería diciendo “débil y consoladora respuesta”. No merecen ese título. Son todas formas de evitar la pregunta y de volver a postrarse cómodamente sobre la vida sin muerte: una hermosa ilusión y un ignorar negligente.

Si ese muerto me observa de alguna manera desde abajo del balcón, no es a manera de alma en pena. Sus ojos al otro lado de la calle, que evito diciéndome que he de evitar el morbo, los ignoro en verdad, porque temo encontrar en ellos la pregunta. Una cuestión de fuerza mayor que ni la más grande fe logra enterrar por completo, una que siempre acecha detrás de nuestros muertos: la muerte propia.

De ella huyo con débiles subterfugios. Antes la olvidaba con un escocés en los labios, ahora, con canciones: la música de fondo es nuestra barca de Caronte, que nos lleva con un suave bamboleo hacia ese abismo que espera. La ignoro en la verbena, el estudio y en la prisa que me lleva a todas partes. Le doy la espalda platicando con amigos y mirando al horizonte en las mañanas. La muerte está de fondo, siempre conmigo, pero siempre sola.

Mi padre sigue aquí sólo a manera de pregunta, una pregunta hacia dentro. Por eso una vez que baje la pluma, habiendo terminado este escrito, miraré directamente hacia aquel sitio, para enfrentarme una vez más a su muerte y permitirme contemplar la mía. No quiero que tenga sentido, por eso no la escondo con historias, verbigracia, metafísica. Quiero que sea bienvenida a mi vida… quizá así me permita una vida que se acabe y que comience a cada instante, una vida menos muerta.

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