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Metro mío

Antonio Calderón

Y una vez más entramos a ese estómago fétido y hosco, lleno de rostros de nadie y de miradas sospechosas.


El gran monstruo, que avanza con el andar propio de los cojos y de los mirones, devora kilómetros y en cada parada escupe y traga a otros. Pagamos para ser masticados y escupidos.

Es un monstruo cabrón.


Dentro de su gran estómago hierven todas las angustias de quienes lo habitan. Unos miran de soslayo y envidia a los que ocupan un asiento que suda por sí mismo; otros nos aferramos a un tubo que bien podría ser una de las tantas costillas del gusano metálico que penetra la conciencia citadina.


Un grito que suena al de siempre, rompe el abismo del estómago; publicita de todo, dulces, plumas, tristezas y necesidades. Son habitantes permanentes del gran monstruo de metal. Mientras el vendedor avanza, dejando la mitad de su existencia embarrada en pasajeros anónimos e indiferentes, unos cuantos asaltan sus bolsillos en busca de dinero para saciar el hambre y el ocio. Un golpe nos empuja a todos hacia adelante y la mercancía cae, las miradas se disipan y el vendedor se sabe en ruina. El monstruo, incluso dentro de su estómago, sigue cobrando la vida de quienes lo habitan.


El sudor y el cansancio hace brillar la piel de nosotros, los anónimos. Pasamos tanto tiempo juntos, mezclando ganas y ansias, que nos conocemos a través de nuestro hedor y de nuestras esperas. Y una vez más, entran otros cuantos a ese estómago, fétido y hosco.




Recuerdo encontrar, no hace mucho, uno de esos letreros ignorados que tratan de inculcar en la ciudadanía cultura cívica; de esos que anuncian la exclusividad en los asientos que hierven el sudor ajeno. Pero había algo distinto en este letrero, algo que hacía que fuera difícil de ignorar. En un marco desgastado por el tiempo y el paso de las manos que lo tocaban, como buscando su silenciosa bendición, gritaba en señal de rebeldía: «Ceda el asiento a quien lo necesite». El monstruo estaba siendo destruido desde adentro, quizá por una diminuta célula que buscaba humanidad.


Ceda a quien lo necesite.

Y el monstruo dejaba lamentos en cada kilómetro de riel que pasaba.

El gusano se detiene, deja escapar un vapor como si repitiera su alimento. Se agita debajo de los pies y una gota de sudor rueda por la frente e impacta contra un suelo inundado.


Pero no siempre es un ente cruel y hambriento. Hay tardes que se van durmiendo en sus noches, en que el monstruo no devora, no se impacta contra el muro. Hay tardes en las que el estómago guarda un calor de colchón, de aquellos que no se sudan, sino de los que se guardan en una gaveta para cuando la tristeza es dura. El gran monstruo de metal se limita a ronronear y a mecer a sus habitantes. Debo admitirlo, siempre he envidiado a aquellos que cierran los ojos con la libertad que da el saberse a salvo. Incluso se puede ver como dejan escapar alguna libélula de sus sueños de ciudad.


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