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¿Por qué el mundo se hizo pequeño?

Diego Francisco Calderón

¿Por qué el mundo se hizo pequeño?
Imágenes por Fernanda Muraira

Una de las condiciones más extravagantes de nuestra contemporaneidad es el hecho de que sentimos que vivimos en un mundo pequeño. Frases tales como It’s a small world after all son interiorizadas desde la infancia para tornarse en un índice que nos ofrece las dimensiones de nuestra tierra. Así, estamos convencidos que el mundo está al alcance de nuestras manos, y con ello, que es fácilmente doblegable a nuestra voluntad. 


Sin embargo, es importante señalar que esta forma de concebir el mundo es relativamente reciente. Nuestros antecesores vivían en una tierra distinta a la nuestra: un mundo con dioses, profecías, espíritus, y también de dimensiones significativamente mayores. En efecto, para humanos anteriores, el mundo aparecía como un terreno vasto al punto que podía albergar ciudades ocultas. En este contexto, el fenómeno de la reducción del mundo se nos presenta como un evento particularmente moderno. Así, vale la pena cuestionarnos: ¿Cómo es que la modernidad empequeñeció al mundo? 


La reducción del mundo está íntimamente ligada con el concepto de velocidad. Decimos y pensamos que el mundo es pequeño en parte porque es posible llegar de México a España en unas cuantas horas. Lo que anteriormente se trataba de una travesía de meses e incluso años, ha sido acortado a un viaje que tarda medio día a lo mucho. Por lo tanto, entender cabalmente qué es la velocidad nos dará la clave para descifrar la razón por la cual vivimos en un mundo pequeño. 


La velocidad no es otra cosa más que un concepto que pretende explicar el cambio de posición de un objeto con respecto al tiempo y para ello se emplea la siguiente fórmula:  V= Δs/Δt. Aquí, «V» representa la velocidad promedio; «Δs» la distancia recorrida hasta el punto final; y «Δt» el cambio en el tiempo, esto es, la diferencia entre el tiempo inicial y el tiempo final. Concretamente, la velocidad es una sencilla división entre el espacio y el tiempo. 


Ahora bien, aquello que le da a la velocidad un parámetro de valoración no es otra cosa más que el concepto de nada. En efecto, bien podemos decir que algo es veloz precisamente por que lo relacionamos con el valor cero. Me explico: decimos que algo es más veloz que otra cosa precisamente porque se tarda menos tiempo en recorrer la distancia establecida. Así, un coche que recorre 200 km en cinco horas resulta ser mucho más veloz que uno que recorre 200 km en 10 horas. Por lo tanto, la cercanía que se tiene con la nada es lo que determina si algo es veloz. 


En cierto sentido podemos pensar que la velocidad es un esfuerzo por querer eliminar o reducir el tiempo. En el afán de querer aumentar nuestra velocidad, lo que pretendemos realmente es acortar el presente que experimentamos. La distensión del tiempo es tomada por la fuerza para concentrarla en números cada vez menores. La ecuación expuesta anteriormente –– V= Δs/Δt–– es intercambiable, ya que también es posible explicar el mismo fenómeno de la siguiente manera: Δt=VΔs​​. A través de este nuevo modo de analizar la velocidad, la relación con el cero queda bastante clara: entre más se acerque «Δt» a cero, mayor será la velocidad. 


Si hay algo claro en las tendencias de las sociedades modernas es su increíble deseo por alcanzar velocidades cada vez mayores. Desde la pasión que generan los motores de la Fórmula 1, los aviones militares que rompen la barrera del sonido, hasta la banda ancha que permite descargar documentos pesados en tiempo récord, la velocidad se presenta como uno de los proyectos fundamentales del progreso. Así, nuestra época destaca por estar acelerándose constantemente, hasta alcanzar ritmos que para muchos son insostenibles. 


Sin embargo, si admitimos que la velocidad guarda una íntima relación con el valor cero, entonces todas estas instancias de velocidad delatan una característica sombría de nuestras sociedades contemporáneas: anhelamos la nada. Deseamos llegar al vacío, acercarnos al punto infinitamente pequeño. En efecto, si hay algo que late en las profundidades de nuestra modernidad, es la mirada del abismo y un impulso por querer lanzarse a él. No hay que equivocarnos: la civilización moderna es, ante todo, nihilista. 


Teniendo claro lo anterior, vale la pena preguntarnos ahora la manera en la que logramos acortar el tiempo y acercarnos a la nada. Si bien la respuesta intuitiva parece estar en el  aumento de la intensidad de nuestra energía, debemos recordar que los atajos siempre han resultado ser mucho más exitosos a la hora de ganar carreras. No importa que tan capacitado sea un atleta, jamás será competencia para el tramposo que recorre la mitad de la pista. Cortar distancia es también cortar tiempo. 


No obstante, el anhelo por llegar al valor cero, si bien se manifiesta en casos particulares ––como bien puede ser querer producir más de cierto producto en el menor tiempo posible––, parece haberse colocado más bien en un ámbito universal. La velocidad es un ideal, y como ideal que es busca establecerse de manera general. Por lo tanto, si la estrategia más eficaz para reducir tiempo es igualmente la reducción del espacio, entonces resulta que la estrategia para satisfacer nuestro impulso nihilista universal necesariamente involucra la reducción del mundo. 


La tarea de encoger el mundo no es poca cosa y en un primer instante se nos aparece como algo imposible. Hasta donde tenemos conocimiento, a nuestro planeta no le hace falta un cacho como es el caso de la Tierra de Ooo. Asimismo, es preciso hacer una distinción entre materia y espacio, pues si bien es cierto que podemos minar montañas enteras, no por ello significa que el espacio que ocupaban anteriormente deje de existir. Es en este sentido que el encogimiento del mundo no es explícito, sino que se nos presenta en un ámbito “fantasmagórico”, por decirlo de cierta forma. Para comprender el fenómeno es preciso pensar al espacio no como algo geométrico y cuantificable, sino como algo cualitativo y afectivo. 


El espacio cualitativo puede parecer un concepto alienígena, pero en realidad se refiere a algo muy sencillo. Cuando hablamos de espacio cualitativo, nos referimos esencialmente a la manera en la que llegamos a habitar un espacio, o bien, percibirlo existencialmente. Nos referimos a sus propiedades no calculables, pero no por ello menos reales. La inhospitalidad y la claustrofobia, por ejemplo, son características cualitativas del espacio. 


Con esto en mente, en 1992 el antropólogo Marc Augé introdujo al mundo el concepto de «no-lugar» en el célebre libro, Los no lugares. Espacios del anonimato. A propósito de este concepto, el autor dice lo siguiente: «Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar.» (Augé, 1993, p.83) 


A partir de este comentario se propone  enumerar una variedad de características de los no-lugares para esbozar el concepto. De entre las características que escribe destacan las siguientes: 1) tienen un lenguaje normativo; 2) hay anonimato en esos espacios; 3) se necesita presentar identificación para ingresar en esos espacios; 4) destacan por ser efímeros y transitorios; 5) prolifera el movimiento; y 6) son ahistóricos. Sobre esta última característica, Augé menciona que es:

[...] como si el espacio estuviese atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia más que las noticias del día o de la víspera, como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia en el presente. (p.108)

¿Por qué el mundo se hizo pequeño?
Imágenes por Fernanda Muraira

Los lugares que Augé tiene en mente son autopistas, estacionamientos, supermercados, hospitales, aeropuertos, etc. Y si bien su caracterización es acertada persiste un problema fundamental en la forma en la que el autor aborda los no-lugares. La explicación que proporciona meramente se concentra en datos ónticos. Augé falla en brindarnos una descripción ontológica de los no-lugares. Solamente nos indica cuales son las características con las cuales podemos identificar esos espacios, pero no nos dice porqué esas características y no otras. En resumen, no logra dar un razonamiento unitario que dé cuenta de la existencia de esas características, y por ello se queda en un nivel superficial de entendimiento. 


Lo anterior se debe a la formación antropológica del autor. Asimismo, Los no lugares. Espacios del anonimato es una obra cuyo propósito es fundamentalmente sociológico. Ahora bien, esto no significa en lo absoluto que no tenga relevancia filosófica, sino todo lo contrario. La filosofía se vería profundamente beneficiada de los análisis críticos que hace Augé; sin embargo, es cierto igualmente que para poder dar cuenta plena del fenómeno es necesario comprenderlo desde una dimensión metafísica. 


La razón por la cual los no-lugares poseen esas características se debe a que son espacios en donde el tiempo tiene primacía. Los no-lugares son espacios temporales, esto es, que son esencialmente pasajeros, móviles. No admiten la estancia, la permanencia. Están hechos para ser transitados: entrada y salida. Por ello es que estos espacios están calendarizados ––pensemos, por ejemplo, en las 24 horas de los 7 elevens, las cuotas de los estacionamientos, o los horarios de los aeropuertos––: la poca permanencia que puede haber en tales lugares forzosamente está regida por el tiempo. 


Pero, ¿qué significa exactamente que un lugar esté temporalizado? Cuando decimos que un espacio está temporalizado queremos decir, ante todo, que está infundado de negatividad, o sea, de no-ser. Para entender la relación entre el no-ser y el tiempo recordemos la crítica de Parménides: el ser es estático porque no puede dejar de ser él mismo; sin embargo, nuestra realidad se mueve precisamente porque hay tiempo, esto es, no-ser. El tiempo no es otra cosa que el movimiento que genera la nada al aplicarse al espacio. 


Para comprender esto cabalmente, vale la pena imaginarnos una tina llena de agua cuyo desagüe está tapado. Mientras haya un tapón en el caño, el agua de la bañera se encontrará perfectamente estática, inmovil. No obstante, en el momento en que se destape el desagüe, el agua comenzará a moverse  hasta generar remolinos. El desagüe es un vacío, y como nada que es, incita al movimiento. 


En este sentido, los no-lugares son espacios a los que se les ha imbuido nada y por ello es que tienen esta facultad móvil y transitoria. Son, por decirlo de cierta forma, huecos en donde la realidad se pone a girar. Por esta condición negativa que sufren los no-lugares es que Augé sostiene que, en contraposición con los lugares, estos espacios destacan por su libertad. En tanto que están infundados de vacío hay indeterminación y por ello, azar. 


El azar presente en estos espacios es la razón por la cual los no-lugares tienen características regulativas ––como el lenguaje normativo y la necesidad de identificarse––. Lo que se busca con estos elementos es controlar lo imprevisible que pueda emerger de los no-lugares: ataques terroristas, accidentes automovilísticos, acosos, etc. Si bien los lugares no están absolutamente exentos de la imprevisibilidad, es cierto también que son mucho más constantes y previsibles que su contraparte. 


Los no-lugares, por lo tanto, son agujeros, hoyos en el tejido espacial de nuestra realidad, y en consecuencia, reducen el tamaño del mundo. En tanto negatividad, vació, no-ser, los no-lugares literalmente eliminan espacio y por ello encogen nuestra tierra. En pocas palabras, hemos removido cachos cualitativos al instaurar no-lugares. ¿Por qué el mundo se hizo pequeño? Porque lo plagamos de Costcos y Walmarts; porque lo inundamos de estacionamientos y aeropuertos; porque cambiamos parques por centros comerciales, y olvidamos que las ciudades se caminan en calles, y no meramente se transitan en autopistas. 


Ante esto, es imperativo evitar pensar que el achicamiento del mundo es meramente una curiosidad de la modernidad. La proliferación de no-lugares tiene impactos significativos en virtualmente todas las esferas de nuestras vidas, específicamente en lo existencial y cultural. Los no-lugares no son herméticos, al contrario: se propagan por el mundo como si fueran una plaga. En cierto sentido, se comportan como hoyos negros cósmicos que al absorber galaxias aumentan su intensidad. De esta manera, estamos bajo la amenaza de cumplir nuestros deseos nihilistas: acercarnos al cero y, con esto, llevar al mundo al abismo. 


Un mundo dominado por no-lugares no solo implica su completa desaparición, sino también la imposibilidad de poder habitarlo. En otras palabras, radicaríamos en y, condenados a ser almas en pena vagando incesantemente; nómadas eternos sin hacer del propio camino un hogar. En definitiva, la propagación desmedida de los no-lugares nos priva de la capacidad y derecho de echar raíces, con todo lo que eso implica. 


Asimismo, los no-lugares crean una forma específica de vida social, esto es, de cultura ––o mejor dicho «no-cultura»––. Un mal entendimiento de este fenómeno nos lleva a pensar que estos espacios son infértiles, como tierra desgastada de la cual no emerge nada. No obstante, los no lugares imponen una forma de vida: la vida que se consume en tráfico, y el cortejo que se da en foodcourts. La no-cultura de los no-lugares se expresa de muchas maneras, pero ante todo se caracteriza por una falta de sentimiento de comunidad ––en tanto que no hay lugares comunes––, una falta de historicidad, y como hemos visto, una constante vigilancia y control de los individuos. 


Actualmente, los Estados Unidos son el mayor promotor de esta forma de vida. Norteamérica exporta no-lugares y la “cultura” que conllevan a todas partes del mundo. Si hay una tendencia a la que hay que resistir es precisamente la yankeezación del mundo. La comunidad, la historia y la habitabilidad están en riesgo. Aunque duela: nos falta mundo y cada vez más. Existen alternativas de vida, no todo tiene que ser así. Pero para resistir al nihilismo imperante de nuestros tiempos es preciso hacer una revolución espacial. El primer paso para ello es sencillo: rehusarse al encogimiento del mundo y otorgarle nuevamente su inmensidad. 




Referencias

Augé, M. (1993). Los "No lugares": espacios del anonimato : una antropología de la sobremodernidad (M. N. Mizraji, Trans.). Gedisa.









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