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Sigue la flecha amarilla

Inés Pastor


José Manuel Ojeda
Imagen por José Manuel Ojeda

Hace unos meses, decidí completar un tramo del Camino de Santiago durante el verano. Esta idea se plantó dentro de mi mente y comenzó a brotar. Como a veces pasa, antes de tener un plan de acción, tenía una multitud de incertidumbres. No sabía muy bien qué zona recorrer,  cuántos kilómetros al día podría aguantar, cuántos días planificar, qué tipo de mochila llevar y qué poner dentro de ella, qué zapatos, qué calcetines, cuál collar de la suerte, o qué hospedajes. También me preguntaba qué tan intenso sería el reto físico, cómo me sentiría durante las caminatas, cómo sabría hacia dónde ir y qué tan fácil sería perderme. Sucede que cuando pensamos en algo con tanta anticipación, intentamos determinarlo todo, pero casi nunca acertamos en cómo realmente será. Con este artículo quiero transportarte a algunos momentos de mi Camino que quedaron tatuados en mí y que me permiten describir mi experiencia. 


Hay una especie de magia que caracteriza a este peregrinaje. Lo encuentras en el silencio del bosque o incluso en tu propia compañía. Estos momentos llenaron mi pecho de un gran aire de asombro, que se sentía como un golpe de fé o al menos de suerte. Lo mágico, lo inexplicable. Para poder describir a lo que me refiero, mencionaré dos eventos: el primero ocurrió en mi primer día de viaje, cuando estaba en Gijón, Asturias. Esta ciudad fue el punto de inicio de mi caminata. En el bus de Madrid a Gijón, había elegido un albergue para dormir esa noche, así que llegué a la ciudad con la confianza de saber exactamente hacia dónde ir. Mi intención era pasar un día de turisteo y comenzar la caminata al día siguiente. Llegué al sitio y, para mi sorpresa, no les sobraba ninguna cama para esa noche. Decidí llamar a otro hospedaje, que también resultó estar lleno. Después a otro, en el cual sucedía lo mismo. Para este punto, tomé esta infortuna con gracia y me dije a mi misma algo saldrá. Me senté a comer algo y continué mi búsqueda en línea. Masticando una ensaladilla rusa y evaluando diferentes opciones, me comencé a preocupar un poco porque no encontraba hospedajes para peregrinos, sólo hoteles que superaban mi presupuesto. Al salir del restaurante , comencé a hablar con un señor que estaba fumándose un cigarro afuera. Me contó que a dos puertas había una casa de monjas y me recomendó que viera si ellas, por casualidad, me podían dar un sitio para dormir esa noche. Seguí su consejo y toqué el timbre del convento. Me abrieron la puerta sin preguntarme nada. Ahí, me recibió una monja con una mirada amable. Inmediatamente me invitó a que me sentara dentro y, después de intercambiar un par de frases, me confirmó que ella también es mexicana. Así conocí a Gema, de Oaxaca capital, quien llevaba tres años en Gijón, en ese convento dedicado a brindar ayuda a madres solteras. Me dijo que no tenía ningún espacio disponible para mí esa noche pero no tardó en preguntarme “¿tienes hambre?” 


A pesar de que le dije que “no, muchas gracias”, insistió en traerme algo. Ella desapareció hacia la cocina y yo aproveché para llamar a otro albergue que anteriormente no había visto en el mapa. Llamé y por fin encontré un lugar con disponibilidad. En eso, Gema regresó cargando un tupper lleno de frijoles refritos, unas tortillas, manzanas de su propio jardín y una Coca-Cola. Un auténtico manjar. Ella me recibió con tal calidez que yo me sentí como en casa, agradecida de haber llegado a su convento, de que mi plan original no hubiera sucedido e incluso contenta de haberme preocupado durante ese rato y de hablar con el señor afuera del restaurante. Sentí este encuentro con Gema como un buen augurio para empezar mi travesía, como un recordatorio que siempre habrá alguien o algo que me recuerde a mi casa. Me fui del convento con el corazón lleno y la mochila un poco más pesada. Al día siguiente, en mi primer día de caminata, me senté en el campo a disfrutar de los regalos de Gema.


Pavel Nazimov
Imagen por Pavel Nazimov

Otro evento que vale la pena mencionar ocurrió mientras caminaba hacia Cudillero. Para ponerte en contexto, mis paradas fueron las siguientes: Gijón, Avilés, San Juan de la Arena, Cudillero y Santa Marina. Fue un camino amigable para principiantes como yo, con un kilometraje desafiante pero posible. Mi media por día era recorrer 20 km, aunque algunos días hice un poco más o un poco menos. Cada caminata tuvo su encanto particular, con tonos interminables de verde y animales que salían a saludar. En los albergues conocí a gente con quien compartí algunas caminatas y conversaciones estimulantes. 


Entonces, en ese penúltimo día de recorrido había una lluvia incesante, peor que nunca. A diario hubo lluvia (porque así es el Norte de España en verano) pero ese día iba con una potencia amenazante. Imagíname con el pelo empapado, refugiada dentro de mi impermeable, con los zapatos envueltos en bolsas de plástico para evitar que el agua llegara a mis calcetines. Tenía frío y estaba siendo un día incómodo. De pronto, llegué a un punto en donde un arroyo pasaba en medio del sendero y la única opción era cruzarlo. Me quité los zapatos, desenvolví las vendas que me había tenido que poner y comencé a sentir la textura de las piedras sobre mis pies. Al cruzar el arroyo, el agua estaba fría y disparó escalofríos hacia mis rodillas. Mi piel rápidamente se acostumbró a la temperatura y me quedé dentro del arroyo, jugando un rato. Reemplacé la incomodidad de estar mojada con la oportunidad de divertirme. Dejé mi mochila a un lado para poder saltar de una piedra a otra sin más peso que el mío. Lo que por un momento pareció un gran inconveniente, se convirtió en uno de los mejores momentos de la semana. Estuve ahí jugando un rato, disfrutando de la lluvia y el arroyo, del agua en todo su esplendor. Aquí mi lección fue que el asombro y el juego son imprescindibles y que los momentos de incomodidad pueden ser una invitación para modificar la vía de nuestro diálogo mental, al pensar ¿de qué otra manera me podría aproximar a esta situación?


Hugo Martínez de la Encina
Imagen por Hugo Martínez de la Encina

Y bueno, así como este encuentro con Gema, o mi momento arroyo, fueron pasando cosas a lo largo de mi camino que se sintieron mágicas, que me recordaron que cada lugar y cada persona tiene algo que enseñarnos en el momento preciso en el que debemos aprenderlo. Creo que mientras la rutina y la planeación nos brindan tranquilidad, la apertura a la incertidumbre nos da la posibilidad de mirar a todas esas cosas nuevas que no hemos conocido aún. Un vaivén entre la estabilidad y lo incierto. Un viaje puede ser la ocasión idónea para reflexionar sobre la manera en la que vivimos. Por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿qué tanto intento planificar el futuro y por qué? ¿Cómo me suelo sentir cuando las cosas no resultan como pensé? ¿De qué forma me aproximo a lo desconocido? ¿Qué aspectos de mi rutina me brindan estabilidad y bienestar? 


En el caso particular del Camino de Santiago, estar en silencio de manera prolongada fue una gran oportunidad de introspección, ya que pude detenerme a observar mi diálogo interior. Al principio, noté que cargaba con algunas preocupaciones y que mi mente daba vueltas sin encontrar solución. Poco a poco fui reemplazando esta ansiedad por un sentimiento de gratitud por todo lo que me rodea. Poco a poco, aquellos problemas dejaron de sentirse tan agobiantes y pude reflexionar sobre qué aspectos de mi pensar podría modificar para vivir más tranquila. También, de cierta manera, fue como experimentar una vida más simple en donde mis prioridades eran llegar a mi próximo destino, comer y dormir. Pensé mucho en gente de mi presente y también de mi pasado, disfruté cada momento de mi propia compañía, y recordé por qué me enamoré de viajar a solas. En la montaña reí y también lloré. Fue una de las mejores experiencias de mi vida y me inspiró a volver al Camino a hacer un tramo más largo y a nunca dejar de dar aliento a mi espíritu aventurero. 


Aprendí que los peregrinos, como los caracoles, cargan su casa sobre su espalda y se mueven a su propio paso. Dejan su rastro marcando huellas en la tierra y señalando los caminos con flechas amarillas. Cuando nos alejamos de todo aquello que nos mantiene ocupados a diario, regresamos a lo que siempre hemos tenido: a nosotros mismos.


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