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Sobre la nostalgia de lugares que nunca conocí

Andrea Gómez



Cuando se habla de territorio solemos pensar en una porción de superficie. Podría argumentar que el territorio es mucho más que eso. Teóricamente, se sabe que el territorio se construye a partir de vínculos, dinámicas sociales y creencias. De esta forma, es común que las personas experimenten un sentido de pertenencia hacia un espacio en específico, siendo este parte del concepto de territorio. Sin embargo, esta sensación se nos ha arrebatado a muches jóvenes, especialmente quienes vivimos en ciudades.

Entonces, a pesar de conocer la teoría de cómo se constituye un territorio, yo no lo he experimentado de esa forma. El crecimiento de las ciudades bajo el sistema capitalista se ha enfocado en el aumento de espacios de consumo y en la disminución de lugares públicos. Cada vez hay más “no lugares” y menos oportunidades para vincularse con el otro. Los primeros son descritos por Marc Augé (2004) como espacios de transitoriedad, característicos de la sociedad contemporánea, que no aportan a la identidad de quienes pasan por ahí. Tomando esto en cuenta, resulta difícil desarrollar lazos tanto con el territorio urbano que habitamos, como con quienes nos rodean.

Pareciera que las ciudades se planean y diseñan con el objetivo en mente de que la gente no genere comunidad y redes de apoyo. Los vínculos con el territorio se nos han arrancado sistemáticamente conforme crece la urbanidad, los proyectos de despojo y la privatización de los espacios. Es más común en generaciones pasadas que las personas se sintieran libres de habitar y disfrutar los espacios públicos, a pesar de vivir en una ciudad. Mis papás me cuentan cómo jugaban en la calle, recorrían la colonia con sus amigues, formaban relaciones con les comerciantes locales y convivían con sus vecines. Debido al contexto político y social actual, incluyendo la inseguridad y militarización del país, se nos ha negado el derecho a sentir el territorio como nuestro.


A pesar de no haber desarrollado un vínculo con los espacios que habito en la cotidianidad, me he encontrado compartiendo tristeza, dolor y nostalgia por lugares que nunca conocí. Mis padres y abuelos guardan tanta memoria territorial, y cada que me cuentan sobre una transformación del paisaje, la puedo sentir como una herida viva. «Aquella avenida era un río.» «Aquel estacionamiento era un parque público.» «Aquella manzana no estaba privatizada.» A través de sus experiencias y de la memoria colectiva, puedo no solo reconstruir en mi cabeza cómo era antes la ciudad, sino también imaginarme cómo pude haberla habitado.

Las transformaciones destructivas del paisaje me duelen y estoy segura de que a muches otres jóvenes también. Dejando a un lado el impacto socioambiental que tienen, estas acaban no solo con espacios, sino con modos de vida, recuerdos, experiencias, creencias y conocimiento. Muchas veces, lo anterior queda solo resguardado en quienes habitaron ese territorio antes de ser destruido. Dudo que algún libro o artículo académico sea capaz de transmitir la forma en la que se solían habitar los espacios, así como las dinámicas sociales que fluían a partir de ello. La memoria territorial merece ser volteada a ver más seguido.

A pesar de la imagen gris y monótona que pinta el crecimiento urbano y la individualización de la cotidianidad sobre nuestro futuro, creo que tenemos una habilidad imaginativa muy fuerte capaz de afrontarlo. A veces, ni siquiera es necesario imaginar nuevas posibilidades, sino escuchar a quienes han visto los distintos estados y potencialidades de un mismo espacio. Por ejemplo, yo me imagino y visualizo una Ciudad de México con ríos desentubados, donde la gente disfruta de habitar estas corrientes de agua como espacio público y de usarlas como medio de transporte. Esta imagen de la ciudad está lejos de ser nueva; sin embargo, suena casi imposible en el contexto actual.

Así como los vínculos con el territorio suelen pensarse solo en zonas rurales, la defensa del territorio tampoco se llega a aterrizar dentro de las ciudades. En este sentido, hace falta ruralizar las ciudades. No de forma literal, sino en los «¿cómo?». Es decir, emular las prácticas que generan comunidad y un frente común para defender los intereses de les habitantes. Para ello, las juventudes tenemos mucho que aprender, pues hemos crecido en un mundo donde el modus vivendi se basa en hacer las cosas de forma solitaria e independiente. Las redes son las que permiten que existan procesos de defensa de territorio. En esta ciudad nos hemos entumecido ante las tantas cosas que podríamos defender en colectivo.

Especialmente, creo que exigir nuestro derecho a los espacios públicos y la desmilitarización de las calles es un gran primer paso para la defensa del territorio en la Ciudad de México. Por otro lado, la construcción de comunidad en sí misma es un acto revolucionario ante esta sociedad individualizada. Tenemos la capacidad de regenerar esos vínculos rotos y olvidados con el territorio. También, podemos voltear a ver a quienes resguardan la memoria territorial, mezclándola con nuestra capacidad de imaginar mejores y más amables escenarios.


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